revistabuensalvaje
Posted on octubre 16, 2015

Novela.Existe en nuestra lengua una tradición que va en contra del lugar común que opone vida y biblioteca, lectura y acción, y que por el contrario establece continuidad entre ambas actividades. Podemos identificar su origen en el alucinado tránsito desde la lectura hacia la acción en el Quijote; en el bibliotecario que termina batiéndose a cuchillo en la pampa en «El sur» de Borges; en los detectives-lectores que buscan a una escritora desaparecida en Bolaño; o en los críticos literarios que terminan involucrados en pesquisas policiales como en Nombre falso o El camino de Ida de Piglia. En ese espacio donde se pone en evidencia que la lectura y la acción no son ámbitos separados, sino que mantienen fluidez y mutua construcción, se inscribe este intenso y, por momentos, conmovedor libro de José Carlos Yrigoyen. Lectura que produce biografía; se busca un escape en los libros pero se termina encontrando mucho más: un modelo que gatilla acciones, un mecanismo que permite crearse un destino diferente de aquel al que uno parecía condenado. Por eso, el hilo que conecta las dos historias que relata Pequeña novela con cenizas se encuentra precisamente en la tensión entre lectura y aplicación: como en el célebre cuento de Borges «Tema del traidor y del héroe», este libro demuestra cómo la vida (y la historia) se construye y reconstruye en base a lecturas, aplicaciones, escrituras, relecturas y reescrituras.
A los 35 años, el narrador del libro de Yrigoyen se encuentra deprimido y desempleado, sin ganas de volver a escribir poesía, atrapado en la doble imposibilidad de producir dinero ni literatura. Y entonces, incapaz de ser productivo ni económica ni artísticamente, anulado para cualquier sistema, incluso el contra-sistema de la vocación literaria, se refugia en una investigación sobre la vida y obra del poeta y cineasta italiano Pier Paolo Pasolini, y en ese proceso explora su pasado y va descubriendo cómo este ha sido modelado por la relación tensa, difícil, violenta, con su padre. Este gesto es central: al analizar lo ocurrido en el pasado, no se piensa que la historia hay que recordarla para que no se repita, tal como sostiene uno de los mantras-eslóganes de críticos y escritores afiliados al tema «violencia política», sino que demuestra la conciencia de que el pasado no es en realidad tal: no se terminó sino que continúa, diferente, transformado, en otra etapa pero dentro de una misma continuidad. El pasado está vivo: no es, en rigor, pasado, sino antecedente de una misma historia en la que seguimos batallando.
Por todo esto, aunque a primera vista pudiera parecer que la novela trabaja sobre los paralelos que se establecen entre ambas historias (la poesía, la relación complicada con el padre, el deseo de romper con las convenciones), el libro se juega no tanto en la alternancia entre dos historias, sino en la tensión entre dos relatos: uno social, representado por el padre y las taras de la sociedad que su figura representa (autoritarismo, abuso, arribismo, homofobia, racismo) a todo lo cual el narrador opone un relato literario (la vida turbulenta, hipersexualizada, homoerótica y anti-elitista, de su admirado Pasolini). La lectura surge entonces no como escape a una realidad violenta, sino como origen de un posible modo diferente de vida; es decir, el refugio en la letra nunca es solo refugio, sino también construcción, búsqueda de un modelo alternativo, que remarque la diferencia con el padre. ¿Cómo humillar al padre?, se pregunta el narrador en una de las escenas más intensas del libro. Y la respuesta, tomada de Pasolini, es: hacerlo pasar por la vergüenza. Pasolini propició un escándalo participando de una masturbación colectiva con unos niños; el narrador de Yrigoyen, menos radical, optó por un acto menos escandaloso, pero igual de ofensivo para la mirada paterna: volverse poeta.
En consecuencia, más que la biografía de un narrador deprimido, más que su pesquisa sobre la vida y obra de Pasolini, más que las coincidencias entre las historias, lo que hace el libro de Yrigoyen es expresar con fuerza, nervio, emoción, cómo un cuerpo se convierte en un campo de batalla en el que se enfrentan discursos opuestos, represión y liberación, autoridad paterna y emancipación a través del arte. No se trata tanto de cómo forjarse una vida, sino de algo al mismo tiempo más elemental y más complejo: qué hacer con el cuerpo. Más precisamente: qué hacer con un cuerpo sometido al castigo, al agravio, a la humillación paterna, tal como los cuerpos sometidos a vejaciones en Saló, pero también en la posibilidad de rebeldía que, a partir del sexo, mantienen como potencial, tal como se evidencia en películas como Decamerón. Los cuerpos son los receptores de la violencia, el espacio donde quedan marcadas las heridas, pero también la instancia desde la cual es posible intentar una liberación.
Y sin embargo el reflejo, como suele ocurrir, no tiene el mismo destino: la trágica muerte de Pasolini (épica) contrasta con el devenir del narrador (no-épico). Un cuerpo muerto y mitificado (el de Pasolini), otro cuerpo acostumbrado a la monótona repetición de ciertos hábitos sociales (el del narrador: su «mediocridad» de seguir manteniendo ritos familiares, tantos años después, incluso cuando nunca hubo perdón con su padre). Estos destinos contrapuestos demuestran que entre la palabra leída y la acción existe una grieta, una imposibilidad: al pasar al campo de lo real siempre hay un elemento que falla, la instancia imprevista que desborda los presupuestos teóricos con los que uno había salido a pelear, tal como le ocurre al Quijote cuando sale a combatir enemigos y termina luchando contra los molinos de viento. El contenido político de esta grieta es indiscutible: la mejor literatura peruana contemporánea se escribe sobre una supuesta intimidad que, en rigor, no es tal: es el resultado de unas circunstancias, de una violencia social (no «política» en el sentido tradicional) imperante, de un modo salvaje de vida que se ha impuesto y no tiene nada que ver con revoluciones ni levantamientos armados, sino con una cotidianidad violenta en la que hemos crecido. Y por ello, hablar del padre, y hacerlo con la sangre a flor de piel, como hace esta novela, nunca es simplemente hablar del padre: es sobre todo hablar de cómo la violencia social se reproduce en nuestros ámbitos cotidianos, cerrados, familiares. Con esa sensación, y con la certeza de que algo realmente nuevo se viene gestando en la narrativa peruana, nos quedamos al terminar la lectura de esta desgarradora historia. Por Francisco Ángeles